sábado, 9 de septiembre de 2017

Conservas, de Samanta Schweblin

Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que Teresita se adelantará a nuestros planes. Voy a tener que renunciar a la beca de estudios porque dentro de unos meses ya no va a ser fácil seguir. Quizá no por Teresita, sino por pura angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar. Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín. Todo organizado en la bandeja, limpio en la cocina, abastecido en la alacena, como si la culpa, o qué se yo qué cosa, lo obligara a cumplir con lo que espero de él. Pero pierde sus energías y no parece muy feliz: regresa tarde a casa, no me hace compañía, le molesta hablar del tema.
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y nos los entrega —la conozco bien— con algo de tristeza. Dice:
—Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines de puro algodón… Esta es la toalla con capucha en piqué… —papá mira las cosas que nos van regalando y asiente.
—Ay, no sé… —digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita.— La verdad es que no sé —le digo más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de sabanitas de colores—, no sé —digo ya sin saber qué decir, y abrazo las sábanas y me largo a llorar.
El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo, y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces llamo a Manuel y le pido que se pare a mi lado. A él en cambio lo veo más flaco. Además, cada vez me habla menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que ya no me quiera, ni que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé qué, como yo, no tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que hacer antes de su llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave y cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por llamar a cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué estoy comiendo, cómo me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las manos sobre la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo entender como en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente no me resigno.
Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras, con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de una comadrona y hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a su manera presenta soluciones conformistas o perversas que nada tienen que ver con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el Doctor Weisman.
El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No tiene secretaria, ni sala de espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos habitaciones. Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café. Durante la conversación se interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por nuestros padres, por nuestro matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de nosotros. Contestamos todo lo que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el escritorio, parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el éxito de sus investigaciones y lo que nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita convencernos, y pasa a explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha con atención, asiente, parece entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentación, en el sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber que hablar con mamá y papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto todo en mi cuaderno, punto por punto.
—¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? —pregunto.
—Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien —dice Weisman.
Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del living, rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el momento en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros padres y somos claros con ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel lo interrumpe:
—Tienen que hacer lo que les decimos —dice. Entiendo lo que siente: tomamos esto en serio y esperamos lo mismo de los demás—, en la hora y al tiempo que corresponda.
Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se comprometen a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesión de “respiración consciente”. La respiración consciente es parte fundamental del tratamiento y es un método de relajación y concentración innovador, descubierto y enseñado por el mismo Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto con “el vientre húmedo de la tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces. Prolongo los tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso al segundo nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección de mis energías. Weisman dice que eso va a tomarme algo más de tiempo, pero insiste en que el ejercicio está a mi alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento en el que es posible visualizar la velocidad a la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un cosquilleo suave, que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies. Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo, lentamente. La meta es detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulación en sentido contrario.
Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple su parte con esmero pero lo conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guión.
Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que logro detener la energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que esforzarse un poco más. Me aumenta la dosis de las pastillas. Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como un poco menos. Siguiendo el primer punto de su lista, la madre de Manuel hace su mejor esfuerzo y trata de, gradualmente —esto último es importante y se lo subrayamos repetidas veces—, gradualmente, decía, ir haciendo menos llamados a casa y bajar la ansiedad por hablar todo el tiempo sobre Teresita.
El segundo es, quizás, el mes de más cambios. Mi cuerpo ya no está tan hinchado, y para sorpresa y alegría de ambos, la panza empieza a disminuir. Este cambio tan notable alerta un poco a nuestros padres. Quizás es ahora cuando entienden, o intuyen, en qué consiste el tratamiento. La madre de Manuel, sobre todo, parece temer lo peor y, aunque se esfuerza por mantenerse al margen y seguir su lista, siento su miedo y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.
Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan deprimida. Le cuento a Weisman mis progresos en la respiración consciente. Él se entusiasma, parece que estoy a punto de lograr mi energía inversa: tan pero tan cerca que solo un velo me separa del objetivo.
Empieza el tercer mes, el anteúltimo. Es el mes en el que más protagonismo van a tener nuestros padres; estamos ansiosos por ver que cumplan con su palabra y que todo salga a la perfección, y lo hacen, y lo hacen bien, y estamos agradecidos. La madre de Manuel llega a casa una tarde y reclama las sábanas de colores que había traído para Teresita. Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho tiempo, me pide una bolsa para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con bolsa, así que así se va, y nos guiña un ojo. Después les toca a mis padres. También vienen por sus regalos, los reclaman uno por uno: primero la toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón, por último el cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide acariciar por última vez la panza. Me siento en el sillón, ella se sienta al lado mío, y habla con voz suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice, esta es mi Teresita, cómo voy a extrañar a mi Teresita, y yo no digo nada, pero sé que, si hubiera podido, si no hubiera tenido que limitarse a su lista, habría llorado.
Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la verdad es que su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos reímos. La sensación es todo lo contrario a lo que se siente al emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el ánimo. Hago mi última visita a Weisman.
—Se acerca el momento —dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco de conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda térmica, como Weisman recomendó. Debo guardarlo en la heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero espesa, como un frasco de almíbar incoloro.
Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al último nivel: respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía que lo envuelve. Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces todo se detiene. La energía parece materializarse a mi alrededor y podría precisar el momento exacto en el que, poco a poco, comienza a circular en sentido inverso. Es una sensación purificadora, rejuvenecedora, como si el agua o el aire volviesen por sí mismas al sitio en el que alguna vez estuvieron contenidas.
Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera, Manuel lo rodeó con un círculo rojo cuando volvimos del consultorio de Weisman por primera vez. No sé cuándo sucederá, estoy preocupada. Manuel está en casa. Estoy recostada en la cama. Lo escucho caminar de un lado a otro, intranquilo. Me toco la panza. Es una panza normal, una panza como la de cualquier mujer, quiero decir que no es una panza de embarazada. Al contrario, Weisman dice que el tratamiento fue muy intenso: estoy un poco anémica, y mucho más flaca que antes de que el asunto de Teresita empezara.
Espero toda la mañana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero comer, ni salir, ni hablar. Manuel se asoma cada tanto y pregunta cómo estoy. Imagino que mamá debe estar trepándose por las paredes, pero saben que no pueden llamar ni pasar a verme.
Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez más fuerte, como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero trato de incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta de lo mareada que estaba. Tengo que avisarle a Manuel para que llame a Weisman. Logro levantarme, me siento mareada. Me dejo caer al piso y espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente pero mi cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y lastimemos a Teresita. Quizá ella sepa lo que está pasando, quizá todo esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre hasta mí.
—Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… —le digo— no quiero que…
Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar con Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el cuerpo, no tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma de las manos, me habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo la boca. Él parece reaccionar, me deja sola y corre hacia la cocina. No demora más que unos segundos: regresa con el vaso desinfectado y el envase plástico que dice "Dr. Weisman". Rompe la faja de seguridad del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez siento ganas de vomitar, pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más violentas que empiezan a dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar. Manuel me mira, no sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento algo pequeño, del tamaño de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua, es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro a Manuel, que parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará, pienso. Ella estará bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me acerca el vaso de conservación, y al fin, suavemente, la escupo.


lunes, 28 de agosto de 2017

Marosa Di Giorgio - Selección de textos de Los papeles salvajes y Rosa mística

De "Humo" 

     Deja tu comarca entre las fieras y los lirios. Y ven a mí esta noche oh, mi amado, monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces. Así, aquella noche lo clamaba yo, de portal en portal, junto a la pared pálida como un hueso, todo llena de un miedo irisado y de un oscuro amor. Ya era la edad en que las abuelas habían retrocedido a moradas de subtierra y sólo sus almas perduraban encadenadas a las lámparas estremeciendo mariposas verdes y amarillas a la hora de los fuegos y los rezos.
¡Oh, mi amor! – lo clamaba yo, de puerta en puerta, de muro en muro– perdí mis trenzas, estoy desnuda, se cayó el sándalo de los medallones, la luna paró sobre las chimeneas su trineo de coral. Y no vienes, hombre, rosa, crimen, corazón. Voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Voy a matar los panales. Me has hecho imaginar inútilmente tus médulas de sándalo, tu corazón de fuego. Ahora, reirán de mí las muertas que se acuerdan de tu amor. Así mentía yo, abrazada a su melena de oro, a su terrible miel. Él hablaba una lengua casi inteligible; pero, un rocío voraz, una lepra de flores, le terminaba el rostro. Y dentro estaban el azúcar y las cruces y los espejos con olor a jacintos. Nos acercamos a la mesa. Las abuelas renacieron en las lámparas. Le dije que iba a guardarlo, que iba a besarlo, que iba a guardar su corazón entre las piñas y los livores y las medallas. Otra vez jardín y sombras y columnas rotas y los cisnes serios como hombres. Empecé a matarlo. Porque no digas mi amor a nadie –a entreabrirle los pétalos del pecho, a sacarle el corazón. Él se apoyó en mi brazo, le latía con locura el almíbar de los dedos. Empezó a morir. Cerca del bosque empezó a morir. Rompí a llorar. Voy  a matar los panales; voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Su muerte siguió a lo largo del bosque. Quise recogerla en mi saya, reunirla en mis brazos, abrazarla. Voy a tener hijos de almíbar y de pétalos y no podrán besarte, oh, mi novio de miel, mi tulipán. Lloraba desesperadamente. Quería juntar los pétalos, reconstruir la miel, sacarlo de la muerte, ganarlo para siempre, que no tuviera fin este poema.


De: "La guerra de los huertos"

4
Anoche, volvió, otra vez, La Sombra; aunque ya habían pasado 
cien años, bien la reconocimos. Pasó el jardín violetas, 
el dormitorio, la cocina; rodeó las dulceras, los platos blancos 
como huesos, las dulceras con olor a rosa. 
Tomó al dormitorio, interrumpió el amor, los abrazos; los que 
que estaban despiertos, quedaron con los ojos fijos; soñaban, 
igual la vieron. El espejo donde se miró o no se miró, cayó trizado. Parecía 
que quería matar a alguno. Pero, salió al jardín. Giraba, cavaba, 
en el mismo sitio, como si debajo estuviese enterrado un muerto. 
La pobre vaca, que pastaba cerca de la violetas, se enloqueció, 
gemía como una mujer o como un lobo. Pero, La Sombra se fue volando, 
se fue hacia el sur. Volverá dentro de un siglo.


Se puede escuchar: https://www.google.com.ar/search?q=marosa+di+giorgio&oq=marosa+di+giorgio&gs_l=psy-ab.3..35i39k1l2j0i67k1l2.2329.5515.0.5929.17.14.0.0.0.0.429.2091.2-6j1j1.8.0....0...1.1.64.psy-ab..9.8.2087.jxzerAybbPM


5
De súbito, estalló la guerra. Como una bomba de azúcar
arriba de las calas. Primero, creíamos que era juego;
después, vimos que la cosa era siniestra. El aire quedó
ligeramente envenenado. Se desprendían los murciélagos
desde sus escondites, sus cuevas ocultas caían a los platos,
como rosas, como ratones que volvieran del infinito,
todavía, con las alas.

Por protegerlos de algún modo, enumerábamos los seres y las cosas:
"Las lechugas, los reptiles comestibles, las tacitas...".
Pero, ya los arados se habían vuelto aviones; cada uno, tenía
calavera y tenía alas, y ronroneaba cerca de las nubes, al alcance
de la manos pasaron los batallones al galope, al paso. Se prolongó
la aurora quieta, y al mediodía, el sol se partió; uno fue hacia el este,
el otro hacia el oeste. Como si el abuelo y la abuela se divorciaran.
De esto ya hace mucho, aquella vez, cuando estalló la guerra,
arriba de las calas.

16
Cuando todavía habitábamos la casa del jardín, al atardecer, cuando llovía, después de la lluvia, esos extraños seres, junto a los muros, bajo los árboles, en mitad de camino. Sus colores iban desde el gris más turbio hasta el rosado. Unos eran pequeños y redondos como hortensias; otros alcanzaban nuestra estatura. Allí, inmóviles; amenazantes; pero sin moverse. Mas cuando la noche caía del todo, ellos desaparecían sin que nunca supiésemos cómo ni por dónde.Entonces, los abuelos nos llamaban, nos daban la cena, los juegos, regañaban. Nosotros hacíamos un dibujo, apasionadamente; lo teñíamos de gris, negro, gris, de color de hortensia.
La lluvia del jardín.



 De: Rosa mística

13

El bosque de casuarinas donde un día se presentó el Diablo.

-¿Se presentó el Diablo?

Sí, y todo tejido en lana roja y negra. Como una manta y un saco.

Yo era chica y dije: -¿Qué es un diablo?

Era adolescente y quedé alelada.

Era una mujer y quedé picada.

Me le acerqué, pero no mucho, porque no se podía; a ratos, parecía que no estaba.

De pronto dije:

-Yo soy una princesa. Pero, legítima; no de pacotilla como las que salen en los diarios.

Al oír esta oración extraña, parpadeó, aunque sus ojos eran inmóviles, y algo se asombró.

Quedaba tieso. Parecía un objeto, un tejido olvidado.

Yo, por aliviar las cosas, vencer esas extrañezas, fui hasta la cocina, tomé, desde un platillo, dulces de higo, salí a mirar las ramas.

Pero, él ya estaba allí; con un salto invisible y opaco, ya estaba allí.

Le dije: -Diábolo.

Él contestó: -Mariposa Glicina. Y Glicina Mariposa.

Llamándome así por mis nombres prohibidos, pues, por salvarme de todo mal, no me habían hecho figurar en el Registro.

Me acerqué a su lana. Él dijo: -Vayamos a los infiernos donde están nuestros hermanos.

-¿Cómo…?!!

Di un grito que no se oyó.

Pero, le tendí los dedos, que él acarició por sumo instante. Pidió: -Y dame las cosas de abajo.

Aunque parezca mentira me acerqué y separé las piernas.

Él buscó y encontró los orificios; lamió y hendió; uno a uno, los lamía y los partía. Yo, un poquito, brincaba. Dijo: -Vayamos al infierno, ya. Eres de las que sirven bien. Vamos, bromelia, móntate en mi lomo. Y vamos.


lunes, 17 de julio de 2017

José Sainz, “Memoria del cuerpo”, en Leiden y otros relatos.





Una noche no siento el cuerpo, que se adormece de dolor.
Empapo el colchón de la cama inferior de una cucheta que
vive con mi familia desde antes de mudarnos a esta casa.
Mi familia es mi familia.
Estoy en calzoncillos blancos.
Soy chico por todos lados, no dejé de ser rubio.
La fiebre sube hace días.
Mi papá aparece por el extremo de la cama en el que se van los pies.
Todavía tengo los pies. La luz de ese recuerdo es amarilla.
La cucheta ocupa la pared de la puerta.
Mis hermanos y yo compartimos el dormitorio, que parece grande.
Hay un armario, los muebles no hacen juego, el empapelado
empieza a nublarse.
Creo que mi papá me lleva al baño.
Después estoy en una cama enorme que no es mía y el mundo
es verde y blanco.
Se me oscurece el pelo, también crece.
Siento las piernas rígidas.
Mi mamá me dice que no las tengo.
Me ponen vendas y férulas en cada una.
Todo está teñido de bordó, que es el color del desinfectante.
Parece sangre, pero no creo, supongo que dejo de tener, porque
llevan mucho tiempo sacándome un poco cada mañana.
Mis abuelos viven, mis padrinos me visitan.
Todos me regalan juguetes, ropa, plata.
No sé para qué me regalan plata.
Durante el almuerzo me explican que es papel sucio, que
puede hacerme mal.
Y lo mismo los diarios, que manchan.
La tinta es un problema.
No puedo tocar la plata, tampoco usarla.
No puedo salir de acá, de esta cama blanca que hace ruido.
Tengo las defensas bajas. Como mucho.
Me bañan y se moja todo, pero no hay quejas.
El agua sale de una esponja que me recorre el cuello y la
espalda y choca contra la sábana de plástico que usan para
no arruinar el colchón.
Me gusta el ruido que hace, como granos de tierra golpeando una caja de madera.
El piso es una mugre cada vez que me limpian.
Tengo tubos conectados a los brazos y a la garganta.
Me dan una pelota de goma para que tumbe unos muñecos
que están parados en una punta de la habitación, sobre el
mosaico salpicado.
Tiro cien veces, los tumbo a todos.
Mi abuelo me premia con plata, que sigo sin poder tocar.
La guardamos en una alcancía de metal adornada con gatos.
Miro películas en casette. Tomo cocacola en lata.
Mis hermanos son hombres en miniatura junto a mi cama.
Mis primas son jóvenes, se visten de Disney.
Los días en que me toca operarme, me mojan los labios con
una gasa húmeda.
El mundo es seco, se marchita, se rompe.
Los ojos de mi papá aparecen entre un barbijo y un gorro verde.
Se acerca a decirme algo y por detrás se asoman los vidrios
circulares de la puerta del quirófano.
Estoy quieto antes de que me pongan una máscara fría que
silba como una piedra de gas.
Me duermen.
Estiro un brazo cuando la camilla entra en el ascensor y me
golpeo con la puerta.
Es un reflejo, un impulso, una acción guardada en la
memoria del cuerpo, como si me hubiera quedado un tiro
con la pelota.
Mi psicóloga pasa muchas horas conmigo.
Tiene rulos y una vez me sube a los hombros y me pasea.
Soy chico, no peso nada, ya doblo las rodillas.
Alguien me dice que la aguja que va a atravesarme la piel
pincha como un mosquito y nada más.
Dice mosquito y nada más.
Las enfermeras me tratan bien, se ríen mientras limpian.
Hay revistas. Creo que no sé leer.
Me dicen que no pueden traerme a mi perra Aymará, y que
en todo caso tendrían que entrarla por la ventana.
No estamos en un piso alto, pero a mí me parece que hay un
precipicio después del vidrio.
La recepcionista se llama Marisa y a veces me alza.
Siempre usa una camisa rayada y una pollera azul.
Es rubia, alta, me quiere.
No sueño. Nadie llora.
Me gusta cuando se hace de noche y apagan las luces y
parpadea el televisor.
Voy al baño en envases de plástico que llevan y traen.
Me cuidan con cremas para que no aparezcan escaras.
Siempre estoy sentado o acostado y la piel de los injertos
puede desacomodarse o sufrir por la fricción.
Me dicen que voy a caminar.
No me impresiono cuando me veo por primera vez.
Las cortaron a la misma altura.
Me tranquiliza la simetría.

miércoles, 5 de julio de 2017

Amor, de Clarice Lispector


Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.
Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.
Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo… ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.
Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.
La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.
De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los “cipós”. Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.
Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón… El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.
Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola… Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos…
-Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.
-Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.
-No dejes que mamá te olvide -le dijo.
El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?
No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.
Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.
Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.
Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.
Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
-¿Qué fue? -gritó vibrando toda.
Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:
-No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.
-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.
Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.
FIN








domingo, 4 de junio de 2017

Vida de Ma Parker, de Katherine Mansfield



Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:

-Ayer lo enterramos, señor.

-¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento -dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:

-Espero que el entierro fuese bien.

-¿Cómo dice, señor? -dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.

¡Pobre mujer! Estaba acabada.

-Que espero que el entierro fuese bien… -repitió.

Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.

-Supongo que está abatida -dijo en voz alta, tomandoun poco de mermelada.

Ma Parker se quitó los dos alfileres que le sujetaban la toca y la colgó detrás de la puerta. Se desabrochó la raída chaqueta y también la colgó. Luego se ató el mandil y se sentó para quitarse las botas. Ponerse o quitarse las botas era un verdadero martirio, pero lo había sido durante años. De hecho estaba ya tan acostumbrada a aquel dolor que su rostro se contraía en una mueca dispuesto a sentir el pinchazo mucho antes de que hubiese empezado a desatarse los lazos. Terminada esta operación, se recostó momentáneamente en la silla con un suspiro y empezó a frotarse suavemente las rodillas…



-¡Abuela, abuela! -gritaba su nietecillo subido con sus botines sobre su falda. Acababa de volver de jugar en la calle.

-¡Mira cómo le has dejado la falda a la abuela…! ¡Malo, más que malo!

Pero él le echaba los brazos al cuello y frotaba su mejillita contra la de ella.

-Abuelita, ¡danos una moneda! -le decía, zalamero.

-Fuera de aquí; ya sabes que la abuela no tiene dinero.

-Sí, sí tienes.

-No, no tengo.

-Sí, sí tienes. ¡Danos una moneda!

Y ella ya estaba buscando su bolso viejo y desvencijado de cuero negro.

-Muy bien, ¿y tú a cambio qué le darás a tu abuela?

El niño soltó una tímida risita y se apretujó más contra ella. Notó sus pestañas haciéndole cosquillas en la mejilla.

-Pero si yo no tengo nada… -murmuró el niño.



La anciana se levantó como impulsada por un resorte, tomó el hervidor de metal que estaba sobre la cocina de gas y la llevó hasta el fregadero. El ruido del agua llenando el hervidor amortiguó su dolor, o eso parecía. Aprovechó para llenar también el balde y el barreño.

Se necesitaría un libro entero para describir el estado de aquella cocina. Durante la semana el caballero literato «se las apañaba solo». Lo cual significaba que vaciaba una y otra vez los restos del té en un tarro de mermelada colocado ex profeso para tal fin, y cuando se quedaba sin tenedores limpios limpiaba uno o dos en un trapo de cocina. Por lo demás, como solía explicar a sus amigos, su «sistema» era bastante sencillo, y no acababa de entender cómo la gente tenía tantos problemas con la vida doméstica.

-No hay más que ensuciar todo lo que tienes, contratar a una vieja una vez por semana para que lo limpie todo, y ya está.

El resultado era una especie de descomunal basurero.Incluso el suelo estaba plagado de trozos de tostadas, sobres y colillas. Pero Ma Parker no le tenía inquina. Le daba lástima que aquel pobre caballero, todavía joven, no tuviese quién le cuidara. Por la ventanita tiznada se divisaba una inmensa extensión de cielo tristón, y siempre que había nubes parecía que fuesen nubes raídas, usadas, desgastadas por los bordes, agujereadas, como oscuras manchas de té.

Mientras el agua se calentaba Ma Parker empezó a barrer el suelo. «Sí -pensó, mientras la escoba iba dando bandazos-, entre una cosa y otra ya he soportado lo mío. Ha sido una vida dura.»

Incluso sus vecinos se lo decían. Muchas veces, cuando volvía exhausta a casa llevando aquella bolsa de pescado, les oía decir, entre ellos, mientras esperaban en una esquina, o se inclinaban sobre la verja de alguna casa: «Vaya una vida dura que le ha tocado vivir a la pobre Ma Parker». Y era tan cierto, que no sentía el menor orgullo por ello. Era como si alguien hubiese comentado que vivía en el sótano interior del número 27 ¡Qué vida más dura…!



A los dieciséis años había abandonado Stratford para ir a Londres como ayudante de cocina. Sí, había nacido en Stratford-on-Avon. ¿Shakespeare, decía? No, señor, todo el mundo le preguntaba siempre por él. Pero nunca había oído ese nombre hasta verlo en las carteleras de los teatros.

Ya no recordaba nada de Stratford excepto aquel «sentados junto al hogar podían verse las estrellas por la chimenea», y «mamá siempre había tenido sus lonjas de tocino colgando del techo». Y aún había algo más -una mata-, junto a la puerta de la casa, una mata que siempre olía maravillosamente. Pero la mata era algo muy difuso. Sólo la recordó una o dos veces en el hospital, la vez que había estado tan enferma.

Aquella casa había sido horrible: la primera casa. No la dejaban salir nunca. Nunca subía a la planta como no fuese para rezar por la mañana y por la noche. El sótano no estaba mal, pero la cocinera era una mujer cruel. Le quitaba las cartas que le escribía su familia antes de que hubiese tenido tiempo de leerlas y las echaba al fuego porque la hacían soñar… ¡Y las cucarachas! ¿Quién lo hubiera dicho, eh? Pues lo cierto era que hasta que había ido a Londres jamás había visto una cucaracha negra. Al llegar a este punto Ma siempre soltaba una risita, como si… ¡mira que no haber visto nunca una cucaracha! ¡vaya! Era como si alguien dijera que nunca se había visto los pies.

Cuando aquella familia fue desahuciada se fue como «ayudanta» a la casa de un doctor, y después de dos años allí, corriendo arriba y abajo todo el día, se casó con su marido. Un panadero.

-¡Un panadero, señora Parker! -exclamaba el caballero literato. Porque algunas veces dejaba de lado sus volúmenes y la escuchaba o, al menos, escuchaba ese producto llamado Vida-. ¡Debe de ser bastante bonito estar casada con un panadero!

La señora Parker no parecía tan segura.

-Es un oficio tan limpio -argüía el literato.

La señora Parker no estaba muy convencida.

-¿No le gustaba entregar el pan calentito a los clientes?

-Mire, señor -decía Ma Parker-, yo no subía a la tahona muy a menudo. Tuvimos trece niños y enterramos a siete. ¡Cuando aquello no era un hospital, era una enfermería, como quien dice!

-Ni que lo diga, señora Parker ni que lo diga -exclamaba el literato, estremeciéndose, y volviendo a empuñar la pluma.

Sí, siete habían muerto, y cuando los otros seis todavía eran pequeños su marido se volvió tísico. Harina en los pulmones, le había dicho a ella el médico… Su marido estaba sentado en la cama con la camisa subida hasta la cabeza, y el dedo del doctor trazó un círculo sobre su espalda.

-Fíjese, si ahora se abriese un agujero aquí, señora Parker, vería que tiene los pulmones embozados de pasta blanca. Respire, buen hombre, ¡respire hondo! -Y la señora Parker jamás supo si había visto o si había imaginado que veía una gran nube de polvo blanco salir de los labios de su pobre marido…

Y lo que había tenido que luchar para sacar adelante a aquellos seis renacuajos y para mantenerse en pie. ¡Había sido terrible! Y entonces, cuando ya empezaban a ser suficientemente mayores para ir al colegio, la hermana de su marido había ido a vivir con ellos para ayudarles un poco, y cuando todavía no llevaba allí dos meses se había caído por una escalera lastimándose el espinazo. Y durante cinco años Ma Parker cargó con otro niño -¡y vaya una cuando le daba por llorar!- a quien cuidar. Luego la pequeña Maudie optó por el mal camino y arrastró con ella a su hermana Alice; los dos chicos emigraron, y el pequeño Jim se fue a la India con el ejército, y Ethel, la más pequeña, se casó con un camarerillo pelafustán que murió de úlceras el año que nació el pequeño Lennie. Y ahora le había tocado al pequeño Lennie, mi nietecito…

Lavó y secó la pila de tazas y de platos sucios. Limpió los cuchillos negros con un trozo de patata y con el corcho de un tapón. Fregó la mesa, el aparador y el fregadero en el que flotaban colas de sardina…

Nunca había sido un niño demasiado fuerte, nunca, desde que nació. Era uno de esos bebés rubios a quien todo el mundo toma por una niña. Tenía rizos blancos, plateados, ojos azules, y un lunar, como un diamante, a un lado de la nariz. ¡Lo que les había costado a Ethel y a ella criarlo! ¡Habían probado tantas cosas que habían leído en los periódicos! Cada domingo por la mañana Ethel leía en voz alta mientras Ma Parker hacía la colada.

Señor director:

     Solo un par de líneas para comunicarle que mi pequeño Myrtil que se hallaba grave de muerte… Y tras cuatro frascos de… aumentó 8 libras en 9 semanas, y todavía continúa engordando.

Y entonces sacaban del aparador la huevera que servía de tintero y se escribía la carta, y al día siguiente por la mañana, camino del trabajo, Ma compraba el impreso para el giro postal. Pero no servía de nada. No había modo de que el pequeño Lennie engordase.

Ni siquiera llevándolo al cementerio cogía un poco de color; y un buen ajetreo en el autobús tampoco lograba que mejorase su apetito.

Aunque desde el principio había sido el niño mimado de su abuela…

-¿Quién te quiere a ti? -dijo la anciana Ma Parker abandonando los fogones y dirigiéndose hacia la mugrienta ventana. Y una vocecita tan cálida y próxima que casi la sobresaltó -pues parecía brotar de debajo de su corazón- se echó a reír, respondiendo: «¡La abuelita!».

En aquel momento se oyeron pasos y el literato apareció, vestido de calle.

-Señora Parker, voy a salir.

-Perfectamente, señor.

-Encontrará la media corona en la bandejita del tintero.

-Gracias, señor.

-Por cierto, señora Parker -dijo el caballero rápidamente-, ¿no tiraría usted por casualidad un poco de cacao la última vez que vino a limpiar, verdad?

-No, señor.

-¡Qué extraño! Hubiera jurado que quedaba una cucharadita de cacao en la lata -explicó-. Y -añadió amablemente pero con firmeza-: siempre que tire alguna cosa dígamelo, ¿eh, señora Parker? -Y salió muy contento de sí mismo, convencido, en realidad, de haberle demostrado a la señora Parker que, bajo su aparente despiste, era tan observador como una mujer.

Se oyó el portazo. Ma Parker tomó la escoba y el trapo del polvo y se encaminó al dormitorio. Pero cuando empezó a hacer la cama, tirando de las sábanas, metiéndolas bien y alisándolas, el recuerdo del pequeño Lennie se hizo insoportable. ¿Por qué había tenido que sufrir tanto? Eso era lo que ella no podía comprender. ¿Por qué aquel angelito había tenido que hacer esfuerzos sobrehumanos por respirar, luchando por cada gota de aire? No tenía ningún sentido que un niño sufriese de aquel modo.

Del pecho del niño, de aquella cajita, salía un sonido como si algo hirviese. Tenía un gran bulto, algo bulléndole en el pecho y no podía expulsarlo. Cuando tosía toda la cabecita se le cubría de sudor; los ojos se le saltaban, le temblaban las manos, y el gran bulto oscilaba como una patata dentro de un cazo. Pero lo peor de todo era que cuando no tosía permanecía sentado, recostado en la almohada, y nunca hablaba ni contestaba, incluso hacía como si no oyese. Se limitaba a quedarse con la mirada fija, como si estuviese ofendido.

-La abuelita no puede hacer nada, cariñín -decía Ma Parker, apartándole suavemente el pelo húmedo de las coloradas orejas. Pero Lennie movía la cabeza y se apartaba. Parecía tremendamente enfadado con ella… y solemne. Agachaba la cabeza y la miraba de reojo, como si nunca hubiera podido pensar que su abuela fuese capaz de aquello.

Cuando menos… Ma Parker echó la colcha sobre la cama. No, simplemente no podía pensar en ello. Era demasiado… le había tocado sufrir demasiado en esta vida. Y hasta ahora había aguantado, no había dejado que el sufrimiento hiciese mella en ella, y nadie la había visto llorar ni una sola vez. Nunca, nadie. Ni sus hijos la habían visto dejarse dominar por la desesperación. Siempre había mantenido la cabeza alta. ¡Pero ahora…! Lennie había muerto… ¿qué le quedaba? Nada. Era lo único que le quedaba en esta vida, y ahora también se lo habían llevado. «¿Por qué habrá tenido que ocurrirme precisamente a mí?», se preguntó.

-¿Qué he hecho? -dijo la anciana Ma Parker-. ¿Qué he hecho?

Y mientras pronunciaba estas palabras dejó caer inesperadamente el plumero. Y se encontró en la cocina. Se sentía tan desgraciada que volvió a ponerse el sombrero y las agujas que sujetaban la toca y la chaqueta y salió del apartamiento como una sonámbula. No sabía lo que hacía. Era como una persona que traumatizada por el horror de lo que le acaba de ocurrir, echa a andar… sin dirección alguna, simplemente como si andando pudiese alejarse…

En la calle hacía frío. Soplaba un viento helado. La gente pasaba con andar rápido, muy aprisa; los hombres caminaban como tijeras; las mujeres deslizándose como gatos. Pero nadie sabía nada, a nadie le preocupaba. Aunque se hubiese dejado llevar por la desesperación, aunque después de todos aquellos años se hubiese echado a llorar, tanto si le gustaba como si no, habría terminado por encontrarse metida en algún aprieto.

Y al pensar en la posibilidad de llorar fue como si el pequeño Lennie hubiera vuelto a saltar a sus brazos. Ah, sí, eso es lo que quiero hacer, pichoncito. La abuela quiere llorar. Si ahora pudiese romper a llorar, si pudiese llorar cuanto quisiera, por todo cuanto le había ocurrido, empezando por la primera casa en la que había servido y aquella cruel cocinera, siguiendo por la familia del doctor, por los siete hijos muertos, por la muerte de su marido, por la partida de los hijos, si pudiese llorar por todos aquellos años de miseria que llevaban hasta el pequeño Lennie. Pero llorar cabalmente por todas esas cosas requería muchísimo tiempo. De todos modos, había llegado el momento de hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía continuar aplazándolo ni un minuto más; ya no podía esperar… ¿Adónde podía ir?

«Una vida muy dura la de Ma Parker, muy dura.» ¡Sí, más de lo que creían, durísima! La barbilla le empezó a temblequear; no tenía tiempo que perder. Pero ¿adónde?, ¿adónde?

No podía ir a su casa; Ethel estaba allí. La pobre se hubiera llevado un susto de muerte. No podía sentarse en un banco en cualquier parte; la gente se pararía a hacerle preguntas. Y no podía regresar alhogar del caballero literato; no tenía ningún derecho a llorar en casa de otros. Y si se sentaba en la escalera de cualquier edificio algún policía le diría que estaba prohibido hacerlo.

¡Ay! ¿No existía ningún sitio donde pudiese esconderse, estar sola tanto como quisiera, sin que nadie la molestase y sin molestar a otros? ¿No existía ningún lugar en el mundo donde pudiese, por fin, solazarse llorando?

Ma Parker permaneció inmóvil, mirando a uno y otro lado. El gélido viento le hinchó el delantal como si fuese un globo. Y empezó a llover. No, aquel sitio no existía.