Una noche no
siento el cuerpo, que se adormece de dolor.
Empapo el
colchón de la cama inferior de una cucheta que
vive con mi
familia desde antes de mudarnos a esta casa.
Mi familia
es mi familia.
Estoy en
calzoncillos blancos.
Soy chico
por todos lados, no dejé de ser rubio.
La fiebre
sube hace días.
Mi papá
aparece por el extremo de la cama en el que se van los pies.
Todavía
tengo los pies. La luz de ese recuerdo es amarilla.
La cucheta ocupa
la pared de la puerta.
Mis hermanos
y yo compartimos el dormitorio, que parece grande.
Hay un
armario, los muebles no hacen juego, el empapelado
empieza a
nublarse.
Creo que mi
papá me lleva al baño.
Después
estoy en una cama enorme que no es mía y el mundo
es verde y
blanco.
Se me
oscurece el pelo, también crece.
Siento las
piernas rígidas.
Mi mamá me
dice que no las tengo.
Me ponen
vendas y férulas en cada una.
Todo está
teñido de bordó, que es el color del desinfectante.
Parece
sangre, pero no creo, supongo que dejo de tener, porque
llevan mucho
tiempo sacándome un poco cada mañana.
Mis abuelos
viven, mis padrinos me visitan.
Todos me
regalan juguetes, ropa, plata.
No sé para
qué me regalan plata.
Durante el
almuerzo me explican que es papel sucio, que
puede hacerme
mal.
Y lo mismo
los diarios, que manchan.
La tinta es
un problema.
No puedo
tocar la plata, tampoco usarla.
No puedo
salir de acá, de esta cama blanca que hace ruido.
Tengo las
defensas bajas. Como mucho.
Me bañan y
se moja todo, pero no hay quejas.
El agua sale
de una esponja que me recorre el cuello y la
espalda y
choca contra la sábana de plástico que usan para
no arruinar
el colchón.
Me gusta el
ruido que hace, como granos de tierra golpeando una caja de madera.
El piso es
una mugre cada vez que me limpian.
Tengo tubos
conectados a los brazos y a la garganta.
Me dan una
pelota de goma para que tumbe unos muñecos
que están
parados en una punta de la habitación, sobre el
mosaico salpicado.
Tiro cien
veces, los tumbo a todos.
Mi abuelo me
premia con plata, que sigo sin poder tocar.
La guardamos
en una alcancía de metal adornada con gatos.
Miro
películas en casette. Tomo cocacola en lata.
Mis hermanos
son hombres en miniatura junto a mi cama.
Mis primas
son jóvenes, se visten de Disney.
Los días en
que me toca operarme, me mojan los labios con
una gasa
húmeda.
El mundo es
seco, se marchita, se rompe.
Los ojos de
mi papá aparecen entre un barbijo y un gorro verde.
Se acerca a
decirme algo y por detrás se asoman los vidrios
circulares
de la puerta del quirófano.
Estoy quieto
antes de que me pongan una máscara fría que
silba como
una piedra de gas.
Me duermen.
Estiro un
brazo cuando la camilla entra en el ascensor y me
golpeo con
la puerta.
Es un
reflejo, un impulso, una acción guardada en la
memoria del
cuerpo, como si me hubiera quedado un tiro
con la
pelota.
Mi psicóloga
pasa muchas horas conmigo.
Tiene rulos
y una vez me sube a los hombros y me pasea.
Soy chico,
no peso nada, ya doblo las rodillas.
Alguien me
dice que la aguja que va a atravesarme la piel
pincha como
un mosquito y nada más.
Dice
mosquito y nada más.
Las
enfermeras me tratan bien, se ríen mientras limpian.
Hay
revistas. Creo que no sé leer.
Me dicen que
no pueden traerme a mi perra Aymará, y que
en todo caso
tendrían que entrarla por la ventana.
No estamos
en un piso alto, pero a mí me parece que hay un
precipicio después
del vidrio.
La
recepcionista se llama Marisa y a veces me alza.
Siempre usa
una camisa rayada y una pollera azul.
Es rubia,
alta, me quiere.
No sueño.
Nadie llora.
Me gusta
cuando se hace de noche y apagan las luces y
parpadea el
televisor.
Voy al baño
en envases de plástico que llevan y traen.
Me cuidan
con cremas para que no aparezcan escaras.
Siempre
estoy sentado o acostado y la piel de los injertos
puede desacomodarse
o sufrir por la fricción.
Me dicen que
voy a caminar.
No me
impresiono cuando me veo por primera vez.
Las cortaron
a la misma altura.
Me
tranquiliza la simetría.
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