lunes, 17 de julio de 2017

José Sainz, “Memoria del cuerpo”, en Leiden y otros relatos.





Una noche no siento el cuerpo, que se adormece de dolor.
Empapo el colchón de la cama inferior de una cucheta que
vive con mi familia desde antes de mudarnos a esta casa.
Mi familia es mi familia.
Estoy en calzoncillos blancos.
Soy chico por todos lados, no dejé de ser rubio.
La fiebre sube hace días.
Mi papá aparece por el extremo de la cama en el que se van los pies.
Todavía tengo los pies. La luz de ese recuerdo es amarilla.
La cucheta ocupa la pared de la puerta.
Mis hermanos y yo compartimos el dormitorio, que parece grande.
Hay un armario, los muebles no hacen juego, el empapelado
empieza a nublarse.
Creo que mi papá me lleva al baño.
Después estoy en una cama enorme que no es mía y el mundo
es verde y blanco.
Se me oscurece el pelo, también crece.
Siento las piernas rígidas.
Mi mamá me dice que no las tengo.
Me ponen vendas y férulas en cada una.
Todo está teñido de bordó, que es el color del desinfectante.
Parece sangre, pero no creo, supongo que dejo de tener, porque
llevan mucho tiempo sacándome un poco cada mañana.
Mis abuelos viven, mis padrinos me visitan.
Todos me regalan juguetes, ropa, plata.
No sé para qué me regalan plata.
Durante el almuerzo me explican que es papel sucio, que
puede hacerme mal.
Y lo mismo los diarios, que manchan.
La tinta es un problema.
No puedo tocar la plata, tampoco usarla.
No puedo salir de acá, de esta cama blanca que hace ruido.
Tengo las defensas bajas. Como mucho.
Me bañan y se moja todo, pero no hay quejas.
El agua sale de una esponja que me recorre el cuello y la
espalda y choca contra la sábana de plástico que usan para
no arruinar el colchón.
Me gusta el ruido que hace, como granos de tierra golpeando una caja de madera.
El piso es una mugre cada vez que me limpian.
Tengo tubos conectados a los brazos y a la garganta.
Me dan una pelota de goma para que tumbe unos muñecos
que están parados en una punta de la habitación, sobre el
mosaico salpicado.
Tiro cien veces, los tumbo a todos.
Mi abuelo me premia con plata, que sigo sin poder tocar.
La guardamos en una alcancía de metal adornada con gatos.
Miro películas en casette. Tomo cocacola en lata.
Mis hermanos son hombres en miniatura junto a mi cama.
Mis primas son jóvenes, se visten de Disney.
Los días en que me toca operarme, me mojan los labios con
una gasa húmeda.
El mundo es seco, se marchita, se rompe.
Los ojos de mi papá aparecen entre un barbijo y un gorro verde.
Se acerca a decirme algo y por detrás se asoman los vidrios
circulares de la puerta del quirófano.
Estoy quieto antes de que me pongan una máscara fría que
silba como una piedra de gas.
Me duermen.
Estiro un brazo cuando la camilla entra en el ascensor y me
golpeo con la puerta.
Es un reflejo, un impulso, una acción guardada en la
memoria del cuerpo, como si me hubiera quedado un tiro
con la pelota.
Mi psicóloga pasa muchas horas conmigo.
Tiene rulos y una vez me sube a los hombros y me pasea.
Soy chico, no peso nada, ya doblo las rodillas.
Alguien me dice que la aguja que va a atravesarme la piel
pincha como un mosquito y nada más.
Dice mosquito y nada más.
Las enfermeras me tratan bien, se ríen mientras limpian.
Hay revistas. Creo que no sé leer.
Me dicen que no pueden traerme a mi perra Aymará, y que
en todo caso tendrían que entrarla por la ventana.
No estamos en un piso alto, pero a mí me parece que hay un
precipicio después del vidrio.
La recepcionista se llama Marisa y a veces me alza.
Siempre usa una camisa rayada y una pollera azul.
Es rubia, alta, me quiere.
No sueño. Nadie llora.
Me gusta cuando se hace de noche y apagan las luces y
parpadea el televisor.
Voy al baño en envases de plástico que llevan y traen.
Me cuidan con cremas para que no aparezcan escaras.
Siempre estoy sentado o acostado y la piel de los injertos
puede desacomodarse o sufrir por la fricción.
Me dicen que voy a caminar.
No me impresiono cuando me veo por primera vez.
Las cortaron a la misma altura.
Me tranquiliza la simetría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario